MARTA SANZ

1. Lo peor que podíamos contemplar lo vemos nada más salir del aeropuerto de Manila.

Una niña, sucia y semidesnuda, nos pide dinero.

Según nuestros cálculos de observador bien nutrido
-cada occidental, cuando va de viaje,  guarda en la cartera un pediatra, un economista, un telepredicador y un gastrónomo…-,
la niña no puede tener más de cuatro años.

Aunque quizá ya haya cumplido nueve o diez y no beba leche o fume a escondidas.

Si la magia y la poesía nos ayudan a digerir la escena,
tal vez,
la niña no sea más que una viejecita disfrazada de baby doll,
en Manila City,
antes de colarse en el jeepney que la conducirá a un burdel o a un pudridero
para pintarse las uñas y esperar al turista
-cada occidental, cuando va de viaje, guarda en la cartera un pederasta, un patriota, un hipocondriaco, y un ministro de Dios o del Interior…-;
si la magia y la poesía nos ayudan,
tal vez la niña sea una octogenaria que ha pasado por mil estiramientos y operaciones,
y se ha quemado las palmas de las manos para que nadie la identifique
como reconocido miembro del hampa mendicante de Manila.

Pedimos que la poesía nos ayude,
pero la niña es una niña de Manila
que da golpecitos en el cristal de nuestro taxi y nosotros la vemos como frágil criatura
de huesecillos de ave y ojos de cordero.

Recibo en mi móvil un mensaje perentorio de Amnistía Internacional que borro
casi tan vertiginosamente como ruego que la poesía me ayude –cada occidental, cuando va de viaje, guarda en la cartera un sommelier, un meteorólogo, un futbolista y un bardo-,
para no ver a la niña puta niña puta niña mendicante del hampa de los pobres de Manila City,
que lleva en los brazos a un bebé guapísimo de redonda, gorda, cabeza.

Una costra de mucosidad gris le cubre el turgente pellejo.

El bebé le cuelga a la niña de la cintura y parece que va a caérsele.

Tememos oír el sonido de un odre que se estampa contra la calle embarrada
porque cada occidental, cuando viaja, esconde en la cartera un diapasón

para identificar el la puro entre cualquier otra nota y también guarda un ingeniero de caminos, canales y puertos.

Alguien que mide y compara, sin pararse a pensar por qué unos hombres tienen las piernas más largas que otros
o por qué en Manila las niñas te miran con humo
mientras golpean con sus nudillos de ave el cristal de la ventanilla del taxi.

Lo peor que podíamos contemplar lo vemos nada más salir del aeropuerto de Manila.

2. Pero la niña y el niño de la inmensa bella cabeza no son una imagen que pueda ser contemplada. Son carne que interfiere en el espacio de nuestra cabina de taxi y nos fuerza a un tipo de concentración dolorosa. Los niños se nos quedarán para siempre incrustados en el corazón del ojo. Después miraremos rápidamente hacia otro lado y fingiremos hablar de nuestras cosas, pero mi marido me dice: “Ya hemos visto lo más horrible que podíamos ver en Manila City”. Mientras, yo le sigo los pasos a la niña que, con el niño pingado a su cintura, vuelve a un entoldado donde los aguarda una mujer que tiende raídas lonas entre el hormigón de un puente. La niña hace un gesto que significa que no le hemos dado nada y yo recuerdo el mensaje de Amnistía Internacional que me ha llegado al móvil: “Marta, me preocupa que nos estemos acostumbrando”. La mujer le da un golpe a la niña que ha vuelto al hormigón sin amapolas del puente, con las manos vacías de dólares o del chillón papel moneda filipino. Yo me pregunto cómo se llamará la niña y por qué los de Amnistía Internacional se toman la libertad de llamarme por mi nombre de pila. Por qué utilizan estrategias publicitarias y son cariñosos y afables, y yo me veo obligada a borrar inmediatamente todas sus peticiones. El tiempo que el semáforo nos mantiene retenidos en un eterno trancón de Manila City es demasiado largo, y veo por el espejo retrovisor la cabeza gorda y hermosa del bebé apoyada en el borde de la calzada. Por la manita le trepa una escolopendra o uno de los insectos no catalogados que nacen, viven y mueren en esta ciudad-selva de estructuras metálicas y vegetación resistente al CO2. Todos juntos constituyen el ecosistema de Manila City. Mi marido me dice: “Ya hemos visto lo más horrible que podíamos ver”. Yo lo dudo, aunque llevo un filtro con protección solar al que se me queda prendida la carbonilla de los triciclos y las motocicletas. Los insectos muertos de Manila City.

3. En Quiapo solo recordamos las películas de Brillante Mendoza,
los vestíbulos de los cines donde duermen indolentes gatos blancos,
las plantas abrillantadas de los pies de los Nazarenos,
los ungüentos y las sampaguitas,
las tiendas de chancletas de mil colores,
los amarronados charcos y los carteles de propaganda donde sonríen mujeres de mediana edad
que lucen collares de perlas y permanentes con plis color sena caja de ampollas.

Olemos el bendito olor a zotal que exterminará las escolopendras trepadoras de los brazos infantiles.

En Quiapo
captamos vistas aéreas de los fieles que se agolpan en la iglesia los viernes por la tarde.

Son puntitos verdes, morados y rojos.

Muñequitos dentro de una camiseta de algodón que les va grande.

Figuritas para practicar vudú.

Las pieles pixeladas desde lo alto del puente que atraviesa la avenida.

Entre la masa deambulan zombis niñas zombis que extienden la mano
con bebés como mandriles que les clavan las uñas en sus cuerpos de quince kilos.

Niños libres o alquilados, todos prematuramente muertos,
corretean por todas partes y se lavan la cara con el agua vieja
de charcos oleaginosos donde no se deposita nunca la lluvia.

4. “Marta, me preocupa que nos estemos acostumbrando”. Dialogo con Amnistía Internacional y respondo: “Sí, sí, sí. Nos estamos acostumbrando a estos monjiles, complacientes, repetidos mensajes de móvil. A las caritas tristes u ofendidas de los emoticonos. A no darles dinero a las niñas de debajo del puente. A no fomentar la mendicidad ciudadana. A lo que no veo y creo, a lo que veo y no puedo creer.”

Cada occidental, cuando sale de excursión, guarda en el neceser y en el maletín de maquillaje:

un publicista, un hombre bueno con mala conciencia, una asistenta que limpia las ventanas y está a punto, a punto, de caer y reventarse la cabeza contra las losas del patio.

5. Pero ya no vemos nada porque estamos hechizados por el colorín del pobre,
seguros de haber visto lo más horrible que se podía ver nada más aterrizar en Manila City,
los huevos negros de ave enterrada,
esas proteínas, que crujen entre la mucosa y el diente,
y las ratas que corretean por los jardines de los hoteles de casi lujo.

Hemos traspasado los muros invisibles que son como corrientes de aire cargadas de calor.

Al otro lado, nos aguarda la frescura del aire acondicionado, el sushi y los siberian husky que caminan con patuquitos de perlé.

Ya lo hemos visto todo y sabemos que no podemos comer en los puestos callejeros.

No nos hemos puesto vacunas, pero hemos llegado con las defensas bien altas,
nos lavamos las manos cada cuarto de hora

y estamos protegidos por nuestras gafas negras y nuestros filtros solares.

Creemos que lo sabemos todo, pero quizá se nos haya escapado lo peor y lo bueno.

Guardamos en la cartera: un pediatra, un futbolista, un ingeniero de caminos, un cantante muy apenado, un quesito de la vaca que ríe light, un solidario, un compulsivo fotógrafo, toallitas perfumadas y un contador de historias.

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