SAMUEL TRIGUEROS

PIGS

«He visto amigos que Circe volvió cerdos. Su rueda, su diamante.
Los cerdos no saben mis abrigos, mercenarios de las sombras».
(Edilberto Cardona Bulnes)

He degollado cerdos, pero Circe insiste en multiplicarlos. Ellos eran los mercenarios de la educación, los mercenarios del arte, los mercenarios de las relaciones públicas, los mercenarios de la publicidad y del mercado; ellos eran los mercenarios de la poesía: hacían tornillos, amistades, versos; se ponían trajes y aretes, asistían al gimnasio de la conveniencia, pesaban clavos y cemento en la balanza chueca de la voracidad; dejaban tras de sí un perfume exquisito bajo cuya alfombra yacían los cadáveres. He degollado cerdos que Circe resucita y los emplea en la administración de los nuevos paraísos artificiales, en la distribución de  miasma. Collares de ajo dio Circe al empleado del mes, palmaditas en el ego, interminables fricciones en la comisura del glande por donde un líquido salía y quemaba el orbe. Oigo las gárgaras de mis cerdos degollados, continuamente suturados, sanados con emplastos de hipocresía, con bálsamos de lujuria destilados de la bombilla roja. Eran, medianamente, revolucionarios: tenían todos camisetas rojas, volúmenes incunables de El Capital; todos se habían tragado las ochenta y siete horas de The cure of  insomnia y en sus cabezas brillaba la mitra del mercado. A veces –sobre todo contra la melancólica luz de los atardeceres– sufrían ataques terribles de ternura, conceptual y metódica. Entonces era fácil verlos de puntillas evitando masacrar a las hormigas o extinguir los geranios. Expertos en hacer la ola a espaldas del corazón de los océanos, ellos, ellos, domesticaron el ardor, taponaron con eslóganes los cráteres humeantes, pusieron válvulas finísimas a la protesta, aceleraron el motor de la pubertad; apuñalaron el misterio con Comisiones de la Verdad, empalaron a los juristas, fundaron la oenegé del asco, ellos, ellos, los cerdos que degollé entre líneas, los cerdos, los bohemios de ojos glaucos que derramaron espejismos entre los barrotes de mi celda, los cerdos que doraron la concupiscencia de los diplomas y la diplomacia, los cerdos que cantaron engolados con radiofónica voz en mi funeral, los cerdos que reclamaron derecho de pernada en mis bodas con la eternidad, los cerdos que patrocinaron mi tristeza para ver el anuncio de mi desesperación, los cerdos, los cerdos, los cerdos, ciertos amigos, cerdos a los que degollé sin saberlo, hasta ahora que los he perdido y veo devorar los manzanos maduros que caen como galaxias rojas del árbol que alimenté con paciencia y con el resplandor de mis huesos.

**

TE HABLO DESDE LA SOBERANÍA
de un grito que antes fue una cadenita de suspiros, un rosario de gemidos inútiles, apenas válidos para quitar del pecho un poco de presión insana.

Te hablo desde el segundo cósmico de mi existencia sobre la tierra yerma.
Escúchame. Acaso no sea tan profundo el abismo que han levantado entre  nosotros; tal vez haya un mal cálculo en la suma de distancias desde los puertos de tus mercaderes a los arrecifes de mi sueño.

Han lanzado sondas, sputniks y voyagers, cohetes con letras cirílicas para investigar si es posible, todavía, unir la órbita mecánica de tu corazón con la olorosa almendra que llevo en el costado.

El eco de la soledad vibra bajo los discursos de los que anuncian un  nuevo orden construido sobre los viejos cimientos carcomidos. No los escuches.

El eco de la soledad es un señor cetrino que cruza un hall interminable con dos cubos de hielo en la bandeja plateada de la tarde.

Por eso insisto en que me escuches, que salgas de tu cáscara insonora y me escuches.

Vuelve tus ojos hacia las estrellas moribundas de mi barrio, desde donde surge mi voz, y enternécete por un segundo.

Sólo entonces se encenderá el geranio que hace un siglo coloqué en tu mano; y la muerte, incinerados sus pezones, se irá en silencio a amamantar su olvido.

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