MARÍA DO CEBREIRO

A VACA

Mirabamos con atención para os ollos daquela vaca porque eran
diferentes dos ollos de súas irmás, que durmían canda ela cada noite
na corte da casa. Non eran ollos mansos. Era unha vaca guapa
coma unha muller (de feito tiña nome de muller), pero aos cativos
dábanos medo. As outras, menos bravas, foran bautizadas co nome
dos furacáns. Ela tiña os cornos de punta, como as fouciñas
que levaba na man a avoa Lola, vestida de negro, coa cabeza
sempre tocada pero de saia curta, amosando as canelas
que un día foran novas e desde logo á vista seguíano sendo.
Unha tarde, despois de comer, o can de palleiro que gardaba a casa
mordeu a cabeza do curmán máis novo e a avoa colleu a escopeta
e rematouno. Foi unha aprendizaxe brutal: ás veces, entre a vida
e a vida, hai que escoller. Sigo soñando esperta, resístome a medrar,
como se soñando esperta aínda me fose posible chegar a algunha parte.
E volvo ver a casa humilde pero rexa: a lousa arriba, a pedra abaixo
(«e eu dígovos que se eles calan, as pedras falarán»), madeira
nos escanos da cociña e no segundo piso, onda o cuarto do avó,
a vella fotografía de época na que todos espreitan para o ollo
da cámara vestidos de festa, as mulleres con medias dun só día,
medias caras das que ningunha fotografía nunca falará. (Unha mañá,
diante da residencia, miña nai viu pasar unha muller coma elas
e dixo: «esas mulleres coas súas medias de seda, toda a súa vida
ás costas»). A casa da que veño, a que nunca foi miña.
E ti vésme buscar precisamente alí, sen entender apenas de alianzas,
sen entender quen viña sendo quen en cada cuarto, o nome dos curmáns,
a natureza da trama que nos ata. Á porta da casa (o máis importante
das casas son os adros) hai tinas cheas de uvas. Os meus parentes
pisan o bagazo e ti vésme buscar, e sabes de memoria todas as palabras
que, antes de coñecerte, eu escribín nun pequeno caderno verde,
como se foses quen de entender o que quería dicir e como se puideses
responderme: «Dime, quen nos sostiña cando volviamos da lúa da colleita,
da lúa de desherbar? Na nosa familia non houbo coroneis, senón soldados.
Non houbo carne, senón patacas nos petos dos abrigos e nin sequera
unha que non tivese ollos. Quen mirará por nós a través dos ollos
das patacas? Quen falará dos retratos familiares en branco e negro,
levemente coloreados (tantos irmáns que non collen no encuadre),
da ferruxe dos somieres que alindan as fincas, da roupa a clarear,
dos ritos do verán, da emigración, das loitas (figuras roldando ao sol,
riba do prado) entre os corpos dos homes e os corpos das mulleres?».
Ti fas esas preguntas, que eu tamén escribira, e nas pingas de chuvia
que a ponla espida brande como se fose a punta dunha lanza,
vexo algo moi fermoso, vexo o tempo da ira, o tempo
no que se fará xustiza neste mundo e os febles se volverán fortes
e os grandes se verán obrigados a recoñecer a grandeza dos febles.

LA VACA

Mirábamos con atención los ojos de aquella vaca porque eran
diferentes de los ojos de sus hermanas, que dormían a la vez que ella cada noche
en el establo de la casa. No eran ojos mansos. Era una vaca bonita
como una mujer (de hecho tenía nombre de mujer), pero a los niños
nos daba miedo. Las otras, menos bravas, fueron bautizadas con nombre
de huracanes. Ella tenía los cuernos de punta, como las hoces
que llevaba en la mano la abuela Lola, vestida de negro, con la cabeza
siempre cubierta, pero de falda corta, mostrando las canillas
que un día fueron jóvenes y desde luego a la vista seguían siéndolo.
Una tarde, después de comer, un can de palleiro que guardaba la casa
mordió la cabeza del primo más joven y la abuela cogió la escopeta
y lo remató. Fue un aprendizaje brutal: a veces, entre la vida
y la vida, hay que escoger. Sigo soñando despierta, me resisto a crecer,
como si soñando despierta todavía me fuese posible llegar a alguna parte.
Y vuelvo a ver la casa humilde pero firme: la loseta arriba, la piedra abajo
(«y yo os digo que si ellos callan, las piedras hablarán»), madera
en los escaños de la cocina y, en el segundo piso, junto al cuarto del abuelo,
la vieja fotografía de época en el que todos escudriñan el objetivo
de la cámara vestidos de fiesta, las mujeres con medias de un solo día;
medias caras de las que ninguna fotografía nunca hablará. (Una mañana,
delante de la residencia, mi madre vio pasar una mujer como ellas
y dijo: «esas mujeres con sus medias de seda, toda su vida
a la espalda»). La casa de la que vengo, la que nunca fue mía.
Y tú me vienes a buscar precisamente allí, sin entender apenas de alianzas.
sin entender quién venía siendo quién en cada cuarto, el nombre de los primos,
la naturaleza de la trama que nos ata. En la puerta de la casa (lo más importante
de las casas son los atrios) hay tinas llenas de uvas. Mis parientes
pisan el bagazo y tú me vienes a buscar, y sabes de memoria todas las palabras
que, antes de conocerte, yo escribí en un pequeño cuaderno verde,
como si fueras quien entendiese lo que quería decir y como si pudieras
responderme: «Dime, ¿quién nos sostenía cuando volvíamos de la luna de la cosecha,
de la luna de desherbar? En nuestra familia no hubo coroneles, sino soldados.
No hubo carne, sino patatas en los bolsillos de los abrigos y ni siquiera
una que no tuviese ojos. ¿Quién mirará por nosotros a través de los ojos
de las patatas? ¿Quién hablará de los retratos familiares en blanco y negro,
levemente coloreados (tantos hermanos que no caben en el encuadre),
de la herrumbre de los somieres que alindan las fincas, de la ropa a aclarar,
de los ritos del verano, de la emigración, de las luchas (figuras dando vueltas al sol,
sobre el prado) entre los cuerpos de los hombres y los cuerpos de las mujeres?».
Tú haces esas preguntas, que yo también había escrito, y en las gotas de lluvia
que la rama desnuda esgrime como si fuera la punta de una lanza,
veo algo muy hermoso, veo el tiempo de la ira, el tiempo
en que se hará justicia en este mundo y los débiles se volverán fuertes
y los grandes se verán obligados a reconocer la grandeza de los débiles.

(Traducción de José María Trascasa Benito)

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