ADALBER SALAS HERNÁNDEZ

XXI
(Historia natural del escombro: huesos)

Al rato los golpes dejan de doler porque
caen en el mismo lugar, uno y otro, uno
y otro, solamente suenan, pam pam pam
pam, como cuando alguien corta leña en el
bosque, alguien que uno no conoce, alguien
que no le dice su nombre a los árboles antes
de cortarlos. Pam pam pam pam: el puño en
la barriga, hundiéndose con ganas, la correa
contra la espalda, la bofetada a contramano, el
hilo de sangre caminándome sonámbulo
por la frente. A mí y a mis hermanos, casi
todos los días, cada vez que algo le molesta,
cada vez que está de mal humor. A veces saca
el revólver y dispara contra la pared, contra
el techo, para que nos callemos, para que lo
dejemos dormir en paz. Entonces salimos
al porche y jugamos con las herramientas
oxidadas, armamos muñecos con las palas
y los martillos, cazamos ratas con las hoces
porque los conejos son demasiado rápidos
y papá no nos deja probar con su pistola.
Somos ocho, nos arreglamos como podemos,
una vez hasta hicimos un trineo con una
puerta vieja. Papá nos llamó idiotas: aquí
nunca cae nieve. Cuando me aburro voy
al corral que está en el patio trasero y hablo
con los cerdos que tenemos allí. Les cuento
historias, les digo qué quiero ser cuando
crezca, cuando me vaya a vivir a la ciudad.
Papá cree que estoy loco, creo que por eso me
pega más que a mis hermanos. Pam pam pam
pam. Un día se le fue la mano y así terminé
aquí. Me caí al piso pero no lo sentí. Dejé de
respirar pero no me di cuenta sino al rato; a
veces uno pierde costumbres de toda la vida
de las maneras más raras. Tenía los ojos
cerrados y aun así sabía que papá estaba
caminando nervioso a mi alrededor. Poco
después me cargó hasta el patio y me echó
aquí, en el corral. Al rato los cerdos empezaron
a morderme. Quería decirles que pararan, pero
la verdad no me dolía. Y bueno, papá casi
nunca les da de comer. Cuando ya no quedaba
carne, se comieron también los huesos.
Dejaron algunos para que pudiera seguir
haciéndoles compañía, contándoles historias
para que no se aburran en el calor y el lodo.
Cuando uno se muere, aprende un montón
de palabras nuevas. De pronto conoce cuentos
que nunca había escuchado. Son relatos que
vienen de lejos, como el pam pam pam pam
de los golpes sobre la corteza de la piel, de muy
lejos, de lugares donde ni siquiera papá ha
estado, de gente que nadie de por aquí
ha conocido. Uno también aprende a escuchar
mejor cuando está muerto, cuando ya ni
siquiera tiene orejas. Así fue como oí cuando
papá salió en las noticias de la tele: efectivos
del departamento de policía de Kansas
City acudieron a finales del mes de noviembre
al domicilio de Michael A. Jones, de 44 años de
edad; la policía había recibido quejas
por parte de los vecinos: disparos sonaban a menudo
provenientes de la casa de Jones; al parecer, éste
golpeaba a su esposa y a sus hijos, uno de los
cuales sigue desaparecido. Al poco tiempo
llegaron varios hombres uniformados y
registraron la casa de arriba a abajo. Tardaron
en revisar el corral. No me gustó que lo hicieran,
molestaron a mis cerdos, que no tenían la culpa
de nada: chillaron cuando desenterraron mis huesos.
¿Quién les iba a contar historias ahora? ¿Quien les
iba a hablar de las cosas que nunca verían? No
se preocupen, les dije, mientras me metían en unas
bolsitas plásticas, sean pacientes, yo vuelvo pronto.

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