PATRICIO RASCÓN

BOCA DE METRO

Cuando el vigilante abre la barrera,
a las cinco de la mañana,
primero se arrojan los excedentes,
helados y somnolientos, dentro de sus fauces.
Carne caducada que busca el calorcito
entre las paredes del estómago ulceroso del sistema.

Después vienen los autómatas,
con su exceso de trabajo y su falta de dinero,
chocándose los unos con los otros, desnortados,
aunque crean que saben hacia donde se dirigen.
(La rendición es la única libertad
que conocen y no temen.)

Hasta que, al caer la tarde,
el bicho los regurgita y los escupe a todos,
un poco más resecos y más muertos.

Pero no revienta de una indigestión.

No revienta.

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