Cada pobreza y cada riqueza
se cuentan en su moneda.
Porque cinco son los dedos
del recién nacido y nunca
hubo cinco tan completo.
Porque diez acaparan las portadas
mientras miles se hacinan
en columnas de sucesos.
Porque no hay lotería ni paga extra
que compre un viaje en el tiempo
al regazo donde fui una.
Cada pobreza y cada riqueza
se cuentan en su moneda.
Porque en la calle sucede la luz
y en las fábricas de madrugada
siempre se tasa barato.
Porque una vez fui rica:
cuando bailó en el bolsillo
la paga de los domingos.
Porque nadie le dice al consejero
que su cartera costó la paciencia
de una vaca y la fortuna del prado.
Cada pobreza y cada riqueza
se cuentan en su moneda.
Porque nada me pide el lirio a cambio
de su milagro violeta ni el perro
reclamará un sueldo por su saludo.
Porque quién sabe nadie a cuánto sale
el quilo de pancarta pisoteada
ni cuánto cotiza la dignidad.
Porque antes de escribir el poema
hay que honrar la memoria de los árboles
y calcular el precio del papel.
Cada pobreza y cada riqueza
se cuentan en su moneda.
Y la poesía no vale tanto
como el valor del hombre que madruga
para ayudar a parar un desahucio.
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El Emperador desnudo
se tapa sus vergüenzas
con miserias que a jirones
va esparciendo el Enemigo.
Los mismos dientes asoman
cuando el uno ríe
cuando el otro gruñe.
Los mismos niños enfermos
dan puntadas a los trajes
tiñen de verde uniformes.
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Mi padre lucía junto al omóplato
una esquirla de metralla.
Apenas un niño cuando los aviones
atacaron el ganado que cuidaba
y que nunca sirvió de suministro
para los soldados republicanos.
De pequeña yo jugaba con ella
la desplazaba unos milímetros
con mi dedo omnipotente.
Y al tocarla escuchaba los aviones
veía a los terneros reventados
-el terror en sus ojos suplicantes-
y un niño al que la muerte
marca con su hierro.
Mi padre cargaba en sus espaldas
una guerra que no terminó nunca.
**
El 6 de febrero de 2014, al menos quince personas murieron
intentando alcanzar a nado la playa ceutí de El Tarajal mientras
la Guardia Civil les disparaba pelotas de goma y botes de humo.
Tan entregado estás al cumplimiento del deber
tan concentrado en barrer el polvo de la culpa
que no te percatas de que una cabeza blanca
flota entre las boqueantes esferas negras
que como peces abisales te miran ciegas.
Disparas como si entre tus manos
sostuvieras la fragilidad de un imperio
y la razón de todos los filósofos.
Tozudas boyas, las cabezas insisten en flotar
tientan tu prestigio de tirador sin tacha.
Qué tenaces los cuerpos que imploran aletas
las bocas que se tragan el azul
como un cocktail de plancton y placebos.
Oyes las voces de tus superiores
y sientes que el ángel de la muerte
te ha nombrado su mano derecha.
Quieres preguntarle ¿qué hago con la cabeza blanca?
Pero no hay tiempo, el objetivo la enfoca
y decide que sólo es una anomalía de la amenaza
vulgar en su voracidad de supervivencia.
Unos segundos de silencio y las olas
se cuelan entre órdenes, gemidos y disparos.
Suenan como el susurro de un rezo
en la lengua de lejanas abuelas.
Ahora son otros los que arrastran los cadáveres
con tan poco ya de peces y de hombres.
Parecen árboles talados a un bosque subterráneo.
Ves llegar al muerto de la cabeza blanca.
Te acercas indiferente y trémulo te reconoces.
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Dimitir de mí misma
como quien cierra la puerta
a su casero y le dice hoy no pago.
Renunciar a mi representación
porque la piel se me irrita
bajo la baratija de los nombres.
Romperme los papeles
parirme anónima, apátrida
esdrújula de orfandad.
Relevarme la voz
derrotarme los miembros
tumbar mi estatua.
Me destituyo, me revoco
me derroco, me ceso:
implanto en mí el imperio de los pájaros.