Arrasar a los otros: convertir el mundo en un páramo/ recluirse en paraísos vallados y que los disparos aplaquen lo naciente/ cultivar desiertos recónditos y que se ahoguen en el océano los que no se conforman con la sequía/ dejar que se mueran, hacinados, desahuciados/ encerrarlos en campos propagados como el hambre/ asesinar los espectros de la revuelta/ golpear en la boca a los que no aceptan callar y anestesiar a los que callan para que no puedan hablar/ dispararles desde la altura/ torturar a sus hijos para que confiesen estragos que desconocen/ reventarles la esperanza/ echarlos a las perreras, meterles un bozal y pegarles hasta que, furibundos, despedacen a otros perros inermes/ inocularles sobredosis de miedo hasta que imploren la protección de sus verdugos/ inyectarlos con morfina/ convertirlos en causas del daño antes que en esquirlas.
Que se destrocen/ se arrastren suplicando algo a cambio de nada y sonrían sumisos sin mostrar los dientes y se arrojen al vacío/ coloquen un revólver en su nuca y disparen contra sí mismos/ mientras el infierno, cada vez más frío, se extiende en el submundo planetario:
y mueran como moscas, rociados por lluvias tóxicas
y no puedan imaginar otra tierra para sus huesos
y la sobrevida no quede expuesta por la promesa.
No detenerse hasta que se coman el corazón del enemigo y así poder seguir rezando, hasta que no quede nadie, este extraño credo del exterminio.